Soy de Platense. En mi garaje tengo un altarcito con una foto del Ruso Claudio Spontón. Sale parándole la oreja a una Bombonera muda luego de haber sellado, con un sombrero majestuoso, el histórico 4 a 0 de visitante a Boca del Torneo Clausura ’98. Es una imagen tan potente como aquella en la que un hombre se para delante de un tanque en la plaza de Tiananmen. Ambas retratan por igual valentía, intrepidez, heroísmo y rebeldía frente al poder. A cada costado del Ruso hay portarretratos más pequeños. A la derecha, uno con el Turco Mauricio Hanuch, autor de los dos primeros goles de ese mismo partido contra los bosteros. En la foto festeja como un avioncito después de abrir el marcador, con una sonrisa ancha que se esparce hasta por fuera del marco. A la izquierda, el Polaco Roberto Goyeneche. En el último de los tres cuadritos, el gran cantor de tango e hincha reconocido del Calamar, posa enfundado en una camiseta blanca apretada de mangas largas, con la franja marrón alta y angosta. El Turco y el Polaco, ambos de vidas truncadas tempranamente, nos cuidan desde el cielo. Al Ruso, a Platense y a mí.
La disposición del altar recuerda a la escena cristiana de la crucifixión. Al momento cúlmine de la Pasión, pero en una versión pop barrial menos sangrienta de sincretismo futbolero. Cada vez que entro de la calle poso mi mano sobre éste antes de seguir para la cocina. En la previa de cada partido visitante, peregrino desde la habitación al garaje cantando bajito la Marcha de Platense. Me reclino, prendo una vela a los pies de cada uno de los tres ídolos y pido por la victoria del equipo. Una vez terminado el encuentro, apago en simultáneo la radio y las velas, agradeciendo por ser de Platense y no de otro club, no importa cuál fuera el resultado.
Mi fe futbolística es la del converso. Crecí en una familia hincha de Boca de esas que nunca pisaron una cancha ni de las que se puede rastrear el origen de su afinidad con el club. Con el tiempo aprendería a despreciar ese orgullo de pertenencia perezoso, impersonal y convenido que habilita al bosterío a pedantear mientras desconoce todos sus privilegios. Lo aprendí a mis dieciocho, un domingo en que de aburrido fui solo a ver a Platense, por entonces para mí “el club del barrio”. No me hizo falta más que subir los primeros cinco tablones de la vieja tribuna cabecera sobre la avenida General Paz, para saber que el fútbol es todo lo contrario al exitismo fácil. Si acaso debía abrazar con fanatismo irracional la defensa de unos colores, nunca más serían los de un tirano colorinche con disfraz de popular. Siempre es mejor redimirse que no hacerlo por pensar que ya es tarde.
Tras mi bautismo inicié una misión evangelizadora. Pero por caminos muy diferentes a los que predican por otros clubes, en especial por aquellos como Boca, River y los otros denominados grandes, a quienes les importa ser cantidad. Porque Platense no nos pide ser muchos, sino los mejores, los más puros de corazón. Por eso, no tuve dificultad para convertir a mi viejo, Juan Carlos. Para luego poder decirle con orgullo a mi hija, Milagros: “vos sos de Platense, como tu abuelo y como tu papá”. Nunca ejercí el mínimo esfuerzo por ungir de blanco y marrón a quien no fuera justo. Ni al idiota ni al garca le cuento siquiera que soy de Platense, que se lo pierda, que no sepa eso de mí.
Con respeto ecuménico observo al hincha de Ferro, al de Lanús, al de Huracán, al de Atlanta – incluso al de Chacarita o al del Bicho – que lleva el babero con sus colores al hospital donde nace su sobrino, sabiéndose derrotado de antemano ante el sinfín de estímulos coercitivos efímeros que el niño recibirá en adelante para ser un bostero o gallina más. Con honestidad total, le deseo a todos esos tíos hinchas de otros equipos chicos que hagan al sobrino de su bando, aún a costa de saber que en unos años habrá uno más en la tribuna de enfrente gritándonos a mi viejo, a mi hija y a mí que somos tirapiedras, que somos los putos de Saavedra. Porque lo que sabrá ese pibe mientras canta y nos putea, es que los misterios de la fe que nos mueve a los calamares son similares a los de la suya. Que si lo hubieran hecho de River o de Boca, nunca entendería cómo se puede querer ser hincha sin al menos un campeonato al año para festejar. Que negaría por siempre que los árbitros le inclinan la cancha a su favor. Que se masturbaría mirando tablas históricas de títulos por Internet y se la mediría con los otros por los centímetros de tapa que les dan a sus equipos en los diarios. Y que esa versión distópica y horrible de sí mismo no dudaría en decirle a su tío y a él que no existen, que no son nadie. Por eso, ese pibe nunca elegiría ser otro que el que es hoy. Como yo elijo ser de Platense.
Cada uno sabe a qué altar rezarle y en qué tribuna pararse. Y yo sé cuáles son mis dos. Mi altar y mi tribuna son de Platense. Porque los calamares salimos a la cancha con la fe de un polaco, un ruso y un turco entrando a una iglesia con toda una procesión detrás.
Mi infancia, adolescencia y los primeros años de mi juventud trancurrieron del otro lado de Avenida Maipú, cerca de la General Paz, desde donde recuerdo con gran cariño escuchar a la tribuna calamar hinchando por los marrones. Soy de Independiente pero siempre tuve ese afecto especial a Platense. Y después la música y el rock reforzaron mi afecto a través de la ecuación de las “3 Pe”. El Polaco, Paco y Platense. P × P = P
Hermoso relato, fuerte abrazo!
¡Ciro querido! No tengo dudas de que cuando el Polaco cantaba el “primero hay que saber sufrir” de Naranjo en Flor no podía pensar en otra cosa que en Platense. Abrazo grande y gracias, amigo.