A medio deconstruir

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Podcast por Paco Estevarena

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Relatos de un equis de la generación equis
       

Cómo vivir mil años

​​Dentro de cinco mil años solo algunos conocerán bien a los Beatles. Serán aquellos mismos que sabrán de Maradona, de Pelé y de Messi. De Picasso y de Edison. De Mandela y de los Kennedy. Ellos, los historiadores del futuro, habrán estudiado nuestra civilización y alardearán sobre los detalles de las vidas y las obras de nuestros mayores exponentes contemporáneos. Cuando algún dato se les extravíe, atarán cabos sueltos para llegar a una verdad única y consensuada. Que si Pelé nació en ese territorio que los antiguos llamaban Brasil y Messi en el extremo sureste de América, el que yace sumergido desde hace ya más de mil años por el deshielo de los polos: la Argentina. O si acaso era al revés. Desde que a principios del siglo LXIII hallaron imágenes de O Rei jugando un cabeza con el Diego, los académicos asumieron la nacionalidad argentina de ambos como un hecho histórico inobjetable. El resto de los mortales del mañana (por cierto muy lentos para morir e incluso difíciles de matar) aprenderán de esta era actual solo lo que reciban procesado y resumido a través de la programación telepática de H3, la señal alternativa screenless de History Channel. Es así que su conocimiento sobre nosotros será similar al que la gente promedio tiene en el presente sobre el Egipto de los faraones. Una idea tan abstracta como dibujos de perspectiva plana tallados en piedra. Ilustraciones que se subestiman como simples por figurativas, pero que en efecto son complejas de descifrar. Así como hoy tantos imaginan co-generacionales a Tutankamón, a Cleopatra y a la momia de Titanes en el Ring, nuestra descendencia intergaláctica se hará sus propios matetes. En nuestros jeroglíficos, Messi será el de la cabeza de perro. Picasso el ojo y los Beatles cuatro pajarracos. La inmensa mayoría de nosotros no seremos más que un par de docenas de siluetas idénticas: los que empujamos los bloques de la pirámide.

Dentro de un millón de años, una minucia de tiempo en términos geológicos y evolutivos, el olvido nos habrá igualado a todos. A Maradona y a vos, a Mandela y a mí. Casi con seguridad la humanidad haya terminado, o bien evolucionado y emigrado a otros planetas. La Tierra será tan solo un parador donde frenar a mear. Un Atalaya en medio del espacio. Si durante la parada una mascota alienígena por casualidad desenterrase el Santo Grial, el turista estelar desestimaría el cacharro y lo arrojaría de nuevo al piso. Cualquier hallazgo arqueológico sería considerado una curiosidad fruto de la construcción colectiva precaria de una raza de inteligencia inferior. Sin un contexto cultural que les dé significado, la Mona Lisa, un balde chino comprado en Easy, el lado B de Abbey Road, la teoría de la relatividad y un collar de fideos enhebrado para el Día de la Madre tendrán el mismo valor: el de una pila de hojas en una colonia de hormigas.

Muchos nos comimos el verso del hacer para trascender. Algo que en términos universales es irremediablemente imposible. Todas estas historias desaparecerán, como tarde, un año después de que yo me haya muerto (tan pronto como mis herederas se olviden de pagarles el alojamiento web). A los Beatles les irá un poco mejor. Ya hemos visto que incluso son aún objeto de estudio dentro de cinco milenios. Y estoy seguro de que por lo menos triplicarán ese tiempo antes de que su legado se extinga. Quince mil años. Tanto, tan poco. 

Existe un test que todos los comunes podemos hacer para lidiar mejor con estos temas existenciales: el mirar hacia atrás en la familia y ver cuántas generaciones recordamos. De quiénes sabemos el nombre y algún datito más (tampoco es necesaria la biografía completa). Por supuesto, para que la prueba funcione como es pretendida, no hay que hacer trampas como googlear ancestros en ayuntamientos europeos o contratar uno de esos servicios que venden árboles genealógicos. Se trata tan solo de hacer un ejercicio de memoria. No solo con los que conocimos, sino incluso con aquellos de los cuales algún pariente nos contó su historia. Por ejemplo, califican para el estudio quienes ya habían fallecido a la fecha de nuestro nacimiento pero que nos presentaron a través de relatos. Esto nos devuelve un índice más o menos aproximado del tiempo de recordación que podemos esperar para nosotros mismos. En mi caso, el resultado es poco prometedor. El mayor registro que tengo es el de alguien nacido tan solo setenta y cuatro años antes que yo. No tengo la menor idea de quién era ni a qué se dedicaba nadie más allá de mi bisabuelo Francisco, nacido en Alicante en 1900, peluquero, emigrado a Argentina cerca de 1920.

Limitada nuestra esperanza de trascendencia al ámbito del recuerdo familiar, es momento del análisis más importante: cómo queremos ser recordados, como quién queremos ser recordados. Ésta es la decisión más significativa que podamos tomar al respecto, teniendo en cuenta lo efímero de nuestra persistencia post-mortem. Sin entrar en una valoración profunda de defectos y virtudes, de la bondad individual ni de cariños personales, sino al mero fin de lograr que la propia mención póstuma se prolongue por el mayor tiempo posible, llegué a la siguiente conclusión: uno debe seguir el camino del integrante más colorido de la familia. Aquel que genera más anécdotas, el que compone el mejor personaje. En mi caso, el tío Oscar.

Oscar Casullo, alias Tío Oscar, era en realidad mi tío abuelo. El tío de mi papá, Juan Carlos. El mayor de cinco hermanos bastante particulares, al menos lo suficiente para que de todos ellos también recuerde sus nombres: Roberto, Angelito, Nélida y Esther (mi abuela). Oscar era el patriarca. Un tipo grandote con el porte, la voz y el gesto de Perón (aunque él no demostrase una simpatía muy marcada por el General, hasta donde sé). Había logrado un muy buen pasar económico con un corretaje de galletitas Bagley y algunas inversiones acertadas. En los setentas manejaba a lo grande: Polaras, Fairlanes, Chevrolets. Autos masculinos, los muscle cars que se vendían en Argentina. Dicen que cuando discutía con la mujer camino a Mar del Plata le abría la puerta y la dejaba haciendo dedo en la ruta 2. Ya en La Feliz, juntaba familia y amigos en un chalet amplio cerca de la calle Alem y armaba comilonas. Se sentaba en la cabecera de la mesa, camisa de manga corta abierta con musculosa al aire y anunciaba el menú. Por lo general, terminaba con un «y de postre, vamos a tener helados fríos». Esa redundancia casual fingida era festejada por todos, desde ya. Era parte indivisible de su marca registrada. En la sobremesa entretenía a los hijos de los invitados, entre los que estaba yo. Se sabía varias maneras de doblar servilletas en forma de animales, como conejos que tenían un nudo por cabeza y las puntas de la tela por orejas. El tipo se las arreglaba para ser el preferido de todas las generaciones. No era el mejor de los hermanos. No era médico como Roberto, no era flaco ni pintón como Angelito lo había sido alguna vez. Pero tenía lo que hace falta para vivir mil años. Quién dice hasta cinco mil. Sin necesidad de inventar la bombita eléctrica, ganar Mundiales, gobernar un país o grabar los mejores discos de la historia.

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