No hay cosa peor que una perturbación ligera. Aquel disconfort pasajero que por su apariencia inofensiva tiene la capacidad de perpetuarse impune en el tiempo. A diferencia de la angustia, que cuando es fuerte puede o no llevar a la acción a quien la padece, la tribulación breve y recurrente sobre un tema trivial siempre es desatendida. Se desestima confundiéndola con una picazón intelectual cuando en realidad es una dolencia crónica. O más. Hasta una enfermedad grave, si se pasa por alto por años. Una que de no recibir tratamiento a tiempo genera un daño irreversible, terminal: el de transformar la curiosidad en obsesión.
Mi sarpullido mental viene y va desde que era un estudiante secundario a fines de los ochentas. Más precisamente desde el tercer año, aquel en que el programa de geografía explicaba América del Sur. Recuerdo a la profesora desenrollando un mapa físico político del continente sobre el pizarrón. Uno sin referencias, de esos que se usan para que los alumnos pasen a dar lección (“mudo” me enteré después que se llama cuando no tiene textos impresos). Comenzó por señalar cada uno de los países limítrofes de Argentina, rodeándola en sentido inverso a las agujas del reloj: Uruguay, Brasil, Paraguay, Bolivia, Chile. Luego continuó por la región andina en orden ascendente: Perú, Ecuador, Colombia. Terminó con Venezuela. Se detuvo y preguntó a la clase quién quería repetirlos. El ejercicio era una pavada casi para cualquiera educado de este lado del Atlántico, excepto tal vez para los yankees, quienes por su centralidad geopolítica se permiten confundir todo de México para abajo, a cualquier edad. A los quince, la gran mayoría de los púberes latinoamericanos sabe la ubicación en el mapa del resto de los países de la región, aunque más no sea por seguir las eliminatorias del Mundial de Fútbol. Por eso Espuela, nuestra profe tan punzante como su apellido, no pedía este pase al frente más que como un precalentamiento. Como una antesala para lo que luego sería un aprendizaje mucho más arduo de ciudades con sus datos demográficos, economías productivas, ríos, relieves, plegamientos y demás topografías. Aún así, pocos levantaron la mano. Mientras que uno de mis compañeros más aplicados, al que apodábamos el Doctor, se levantaba para recitar los nombres en el mapa, yo me dirigí a la maestra como un guarango que se cree piola.
—Oiga señora, le faltaron tres países. Los de al lado de Venezuela.
—Eso no es parte del temario, Estevarena —respondió con fastidio —. Mejor preste atención este año, que ya dudo que pueda aprenderse tan solo lo que es parte del programa…
Hice lo que se debe hacer en esos casos, hacerme el boludo.
El Doctor pasó al frente del aula y se lució imprimiendo la tonada y modismos propios de los países al tiempo que los iba nombrando: Uruguay nomás, vamo’ arriba bo; O Brasil, cara, você é legal; y así en sucesivo, con mejor y peor suerte interpretativa, hasta Venezuela.
—¡Ah! Y las Guayanas. Para vos Búfalo -cerró hacia mí, ya sin actuar acentos regionales pero con gesto cómplice.
Sus intervenciones en el pizarrón solían terminar en una ovación salpicada con gritos de “¡Grande, Doctor!”. Y ésta, por supuesto, no era la excepción para que los bobos hiciéramos nuestro show desde los pupitres, mientras él volvía a sentarse.
Lo que ni el Doctor Tarditti ni la profesora Espuela podían saber, era que las Guayanas iban a ocupar en mí ese espacio de turbación tenue ocasional tan molesto al que me refería al abrir este relato. Mi capacidad de atención en aquella época era la de un pez, por lo que nunca se me hubiera ocurrido preguntarle más sobre el tema al Doctor, ni siquiera en el recreo siguiente. O previo a la Internet, hojear una enciclopedia en busca de más datos sobre esos tres países olvidados por la currícula escolar. Cualquiera de las dos cosas hubiera dado por terminado el tema para mí. Un poco de información sobre las Guayanas benditas y adelante con la siguiente pelotudez. Pero no.
Treinta y tres años pasaron desde esa clase de geografía. Más de tres décadas en las que cayeron el muro de Berlín y las Torres Gemelas; salieron campeón Lanús y Banfield, mientras que River e Independiente se fueron a la B; apareció Internet, primero lenta y ruidosa a través de la línea telefónica y, una vez que desaparecieron los teléfonos fijos, rápida y enchufada a todo lo demás; pasaron nueve mundiales, de los cuales en el primero Messi tenía tres años y en este último en Qatar, el de su consagración, llegó a una edad de retiro. Si no fuera porque los Rolling Stones siguen tocando y los jefes sindicales en Argentina son los mismos de siempre, diría que es otro mundo.
Mientras pasaban todas esas cosas, la intriga de las Guayanas volvió a mí en ocasiones reiteradas, a través de distintos medios de comunicación y, de modo más reciente, de redes sociales. Y nunca por su mención, sino justamente por su omisión. Cada vez que muestran un mapa por la tele, por ejemplo el del avance de un huracán en el Caribe, ahí están contorneadas, pero nadie habla de ellas. En cada ranking de inflación y pobreza sudamericana que publican los diarios, se listan todo el resto de los países, menos las Guayanas. ¿Cómo puede ser que vecinas linderas del Brasil amazónico y la Venezuela exótica, enfrentadas al Mar Caribe y sus islas con playas paradisíacas, no tengan un solo paquete turístico que las promocione? Ni que hablar del fútbol. Ya no digo eliminatorias mundialistas, pero al menos una curiosidad, por favor. Nunca un pato que entre a la cancha en un partido cualquiera y desvié la pelota antes de entrar al arco. Ni un solo pato salvador en tres países y durante décadas, que valga su mención en YouTube o los noticieros perezosos del fin de semana en Argentina.
Es una sumatoria fatal, la acumulación repetida de este tipo de no-situaciones seguidas de un interés momentáneo. Esa curiosidad que se disipa en mí a la brevedad y me exime de la necesidad posterior de conocer sobre las Guayanas para volver al punto inicial, el del desconocimiento absoluto. Suerte que me di cuenta, creo que a tiempo, porque de no hacer nada al respecto iría camino a trastorname de forma obsesiva e irreparable…
El hecho desencadenante de la decisión sanadora que acabo de tomar sucedió hoy, al escrolear Twitter. De repente, una infografía fea, con nivel estético de meme, indica las preferencias de cerveza de todos los países de América. No solo de América del Sur, sino también de Norteamérica. Incluso de América Central y el Caribe, con sus quichicientos estados. Cada uno con su cerveza preferida: Argentina, Quilmes; los gringos, Budweiser; Brasil, Sköl; México, Corona. Y así docenas de logos cerveceros, dentro de la silueta de cada nación o enlazados con una flecha desde afuera a los países más pequeños, aquellos que aparecen minúsculos en el mapa. Desde luego, todos salvo las Guayanas.
De todos los no-datos a través de los años, el que los guayanenses no tomen cerveza es el que más me perturbó. Tan movilizador como para empujarme a una resolución drástica y liberadora: entrar en la Wikipedia y otros sitios sobre las Guayanas, para así terminar con este martirio de una vez y para siempre. Pero antes de acabar con mi ignorancia y desde la ignorancia pura, me voy a dar un gusto: el de imaginar las Guayanas.
“LAS GUAYANAS”
En el principio había una sola Guayana, la Gran Guayana. Rica en vegetación y en frutos tropicales, fue bautizada en 1503 por Pedro de Ledesma, timonel de la cuarta expedición de Cristóbal Colón, quien le dio su nombre por la abundancia de guayabas en la selva cercana a su lugar de desembarco.
Su población nativa era culta y desarrollada. Con un sistema de jerarquías tribales avanzado para su época en lo que respecta a igualdad de géneros, las raíces de su idioma eran inclusivas y su máxima figura gobernante era la de le Grand Xadre: una pareja andrógina con idénticas responsabilidades, que distribuía de modo equitativo justicia y bienestar entre los suyos. Brillaron en las artes, las ciencias y la filosofía, por lo que los primeros colonizadores, deslumbrados, no dudaron en llamar a la Gran Guayana la Grecia de las Indias. Los guayanenses originarios también fueron agricultores expertos y artesanos textiles hábiles. Es por ello por lo que los pioneros europeos adoptaron de modo temprano la vestimenta típica de la población local, a la que llamaron guayabera. Signo de su relevancia, la influencia cultural guayanesa se extiende hasta nuestros días en expresiones de uso común en español como guay, la voz de alerta usada por los primeros guayanios ante un ataque o una insensatez .
El intento de colonización europea no tuvo el impacto negativo que en otras civilizaciones precolombinas. Una dieta saludable basada en alimentos típicos de la zona evitó el contagio de las enfermedades bajadas de los barcos que diezmaron a otros pueblos nativos. Dos capas de harina de mazorca aglutinada con pulpa de guayaba acaramelada entre medio, una preparación autóctona bautizada como guaymallén o caviar del nuevo mundo por los exploradores, actuó como defensa natural ante la podredumbre del hombre blanco. Asimismo, la destreza del guayanco para el comercio y para la guerra impidió el saqueo de los recursos naturales, obligando al otrora invasor a coexistir en paz y a contribuir con su trabajo para asegurar su aceptación como residente y permanencia. De este modo, la Gran Guayana se estableció como el único territorio de las Américas que no debió obtener su independencia de una potencia colonial.
La Gran Guayana vivió su época de esplendor máximo entre los siglos XVIII y XIX, al sentar los ideales base de los estados modernos como ser los de libertad, igualdad y fraternidad que inspiraron la Revolución Francesa y otros procesos emancipadores en el mundo. Tal fue la visión de avanzada de la primera nación americana que en 1905 y previendo el calentamiento global, declararon su escisión física y política de Sudamérica para abordar la problemática con autonomía. En dicho cónclave, los líderes guayáneos principales consensuaron además la división del territorio en dos estados independientes: Guayana Occidental y Guayana Oriental.
La secesión amistosa, que en un principio fue realizada al solo efecto de testimoniar unidad subcontinental y asegurarse apoyos mutuos en los foros internacionales, concluyó en la creación de gobiernos antagónicos con orientación política alineada a sus ubicaciones cardinales en el mapa. Actores secundarios durante la Guerra Fría, formaron parte de la OTAN y el Pacto de Varsovia respectivamente, recibiendo apoyo económico moderado a cambio de compromisos. El de Guayana Occidental, alojar a los contingentes extraterrestres enviados por Estados Unidos desde su Área 51, reubicados de urgencia ante la imposibilidad gringa de continuar encubriéndolos detrás de teorías conspirativas. Al mismo tiempo, la entonces llamada Guayana Oriental del Pueblo, asilaría en secreto centenares de bestias mitológicas asiáticas entrenadas por la KGB como arma contra el eje capitalista. En ambos casos el resultado fue el mismo: a cambio de un uso militar que nunca llegó, el desplazamiento (o deglución) de la población humana remanente en las Guayanas.
Una vez caída la Unión Soviética y ante la necesidad de mantener sigilo sobre la existencia de aliens y monstruos, la ONU propició la creación de Guayana del Medio, un tercer estado robótico, encargado de regular el tráfico y relación entre especies. De forma más reciente, a principios del milenio actual, el consorcio internacional tapizó el cielo de las tres Guayanas con pantallas LED que, vistas desde un satélite o Google Maps, simulan el paisaje natural de la región y a la vez ocultan a la nueva población local.
Sé que mi versión de la historia guayanesca explicaría a la perfección el porqué de un silencio mundial sobre Las Guayanas. Sin embargo, me llegó el momento de terminar con mi ignorancia y descubrir la historia verdadera. Tal vez empiece sobrevolándolas en Google Earth, después siga por leer la Wikipedia y sus referencias enlazadas. No lo sé. Pero si hay algo de lo que no tengo dudas, es de que no voy a ser su primer explorador virtual. Que ya hubo cientos de otros incultos atribulados antes que yo. Porque cuando abro el buscador y tipeo “qué carajo son”, sin que termine de escribir nada ya me completa automáticamente con “las Guayanas”.