Que no recuerde con precisión quiénes estaban conmigo esa tarde del verano de 1990 no hace a esta historia menos verdadera. Seríamos ocho o nueve, máximo. Chicos y chicas, mitad y mitad o casi. Por cómo se daban esas juntadas, supongo que estarían el Chileno y el Pingüino, amigos y a la vez compañeros de curso y de rock de garaje. Y también Mario, mi compadre. Por el lado de las señoritas, Florencia, Eleonora y Romina, un año menores que nosotros, a las que alternativamente uno y otro queríamos hincarles el diente (eso sí, con mucho respeto, ya que a los dieciséis solíamos confundir el apetito sexual de la pubertad con el amor).
Por más que haya acertado hasta aquí en los personajes, me seguiría faltando recordar las caras de al menos dos o tres protagonistas para componer el elenco completo. Podría mandarle un mensaje a Eleonora ya mismo a ver si ella se acuerda mejor de quienes nos acompañaban, pero detesto darle el pie para que me haga chistes sobre todas las veces que me “rebotó” de chico. Sé que lo disfruta y que mi aparatosidad juvenil hoy le resulta tierna. Que cualquier cabo suelto de nostalgia mutua siempre le deja la pelota picando para el gaste y, a decir verdad, a mí me divierte un poco. Pero dado que esta historia nada tiene que ver con romances y despechos adolescentes, prefiero ahorrarme el trámite y avanzar sin más en el relato.
Nadie hablaba aún del cambio climático. Pero fuese por la sensación térmica o el caldo hormonal, ese diciembre de principio de década marcaba cuarenta grados a la sombra constantes. Por eso, la mayoría de nuestras salidas grupales diurnas terminaban o en el recién inaugurado Unicenter Shopping o bien en una casa, amuchados alrededor del aire acondicionado.
En esa ocasión fuimos a dar a lo de mis viejos, por entonces también mi casa. Enseguida de llegar nos acomodamos en el comedor, una sala propia de las construcciones antiguas de los años cuarenta, pequeña y separada del living, muy distinta de los ambientes integrados más modernos que se usan ahora y que ya eran costumbre por entonces. El lugar era estrecho, ocupado en su extensión por una mesa de madera con tapa de vidrio, de forma rectangular con las puntas redondas (un mueble sólido, tan durable que de hecho mis padres lo conservan hasta hoy en su casa actual). Una vez sentados chicos y chicas alrededor, no quedaba lugar entre las sillas y las paredes para que alguno pudiera circular sin que el resto se levantara. Pero esa incomodidad se veía compensada con creces. El espacio pronto estaba repleto por un torrente glorioso de aire gélido que soplaba el equipo Surrey de bajo ventana, ubicado a una de las puntas de la mesa. En conjunto con una jarra grande de jugo Tang frío, ese era el mejor lugar en donde podíamos estar.
Cuando las reuniones eran solo masculinas, la costumbre era jugar cartas. Las apuestas eran bajas pero numerosas, lo que llevaba al perdedor eventual a asumir deudas impagables. Pobre de aquel al que le tocaba un mal turno de banca en el black jack… Por suerte, nadie jamás pretendía cobrar luego las sumas comprometidas. Igual, ni que hubiese querido. A esa edad ninguno trabajaba ni generaba ingresos para saldarlas. En combo con la timba, fumábamos hasta volver el aire irrespirable. En minutos éramos capaces de transformar cualquier hogar familiar en un garito. Sin embargo, cuando había chicas presentes, nuestro comportamiento cambiaba para bien. Así como la diversión.
Aquella tarde, en presencia de nuestras amigas, alguien propuso como entretenimiento el juego de la copa. Y en esto no me equivoco seguro, la idea fue mía, del Chileno o de cualquiera de los varones. Porque lejos de ser casual, la copa era un intento premeditado y orquestado de sugestionar a las chicas. Ya lo habíamos hecho antes con otros grupos de quinceañeras. Sin necesidad de ensayo previo, los pibes dominábamos la técnica sutil de mover la copa en equipo. Así, orientábamos las supuestas revelaciones de los espíritus a nuestra conveniencia. Cada respuesta del más allá estaba adulterada de forma manual a los intereses alzados de cada hombrecito de la mesa. Por ejemplo, ante la pregunta potencial de con quién iba a debutar Romina, empujaríamos todos juntos letra tras letra hasta conformar “Mario”. Y así repetiríamos la maniobra una y otra vez, pero adecuándola al objetivo femenino de cada uno de los babosos de la mesa. Por supuesto, para disimular, elaborábamos también respuestas más crípticas, mezcladas con incoherencias y alguna que otra guarangada, al solo efecto de prestar credibilidad a los designios fantasmagóricos.
En esa época las tablas de Ouija eran difíciles de conseguir en Argentina (hoy se compran en cualquier juguetería y, desde ya, en la web). Por eso, lo habitual era improvisar el tablero sobre una superficie deslizante. El vidrio de la mesa del comedor aseguraba el desplazamiento suave de una copa de cristal biselado que tomamos del aparador del living. Una copita de unos cinco centímetros de alto que, en su ornamentación ostentosa y reflejos tornasolados, contaba con el toque místico justo para su tarea. Las letras, puestas de forma circular y en orden alfabético, eran sacadas de un Scrabble viejo y en alemán, con fichas de madera, supongo que de mi abuelo materno. Ese juego de palabras, que por su versión idiomática tenía una distribución de letras inservible para una partida en castellano, al fin encontraba un destino útil. El escenario estaba casi listo para nuestra actuación ruín varonil. Solo faltaba mi mención, dicha como al pasar y por cierto falsa, de una serie confusa de asesinatos seguida de suicidio, ocurrida entre los propietarios anteriores de la casa. Después del dato trucho escalofriante, el mood quedaba a punto para la sesión fraudulenta de espiritismo.
—Espíritu, si estás ahí, manifiéstate yendo hacia el “sí” —recitamos todos a coro, de modo solemne e impostado.
Varones y mujercitas nos quedamos tiesos con la punta de los dedos índices sobre el borde de la base de la copa, que ahora estaba dada vuelta y en medio del abecedario de fichas puestas en ronda. Era tan simple como esperar inmóviles a la primera chica que dijera “esto no funciona” para comenzar a desplegar la magia.
—Esto no funciona —dijo Florencia, para nuestro deleite picaresco —. Es una truchada, hagamos otra cosa —agregó.
—¿Escucharon eso? —interrumpió el Pingüino Boutigue, fingiendo susto por un ruido que nunca existió.
Nos miramos entre todos con los ojos bien abiertos, girando las cabezas con lentitud. Primer indicio de que el plan estaba en marcha con éxito. La copa se dirigió tímida y con movimiento entrecortado hacia el “sí”. Si bien nuestro empujoncito fue tenue, imperceptible, ya sabíamos cuál iba a ser la reacción natural próxima de las señoritas.
—¡La están moviendo ustedes, idiotas! —protestaron ellas.
La clave en ese caso no era negarlo, sino reforzar el gesto de estupor en silencio.
—Ojalá fuera así —murmuró Cristián el Chileno después de una larga pausa.
De inmediato y con un pase fluido, la copita volvió al centro de la mesa, arrastrando consigo todos los brazos hasta sus posturas iniciales. La coreografía era digna de un ballet. Las chicas se pusieron serias.
—¿Quién empieza? —desafié yo.
—Dejame a mí —primereó Mario —. ¿Cómo te moriste? —le pidió saber al fantasma, así prepotente y confianzudo, saltándose cualquier otra introducción cortés.
Pusimos de nuevo en circulación la copa, a un ritmo dócil. “Hache”, “o”, “ere”… Se deslizó “sola” hacia la ficha de cada letra, una tras otra, mientras deletreábamos en voz alta. La respiración de las chicas se aceleraba a medida que se iba formando la palabra. La copita siguió por la “ce”. Y terminó con la “a”: “horca”, se leía.
—Por lo visto murió ahorcado. Al sufrir una muerte violenta, es difícil que se trate de un espíritu amigable —reflexionó el Pingüino con seguridad académica, como un Hércules Poirot estudiantil, incitando el sobresalto de las jovencitas.
—Con más razón para ser cuidadosos. Pero tranquilas que estamos nosotros acá —advertí yo, caballeroso, como prueba viril de nuestra experiencia previa y sobrada en lidiar con peligros sobrenaturales.
Hubo un silencio tenso.
—¿Y adónde te ahorcaron? —intervino de golpe Eleonora, ante la sorpresa del resto —… Te ahorcaron o te ahorcaste —se corrigió.
“A”, “ce”, “a”, marcó la copa, desde luego con nuestra “ayudita”.
—¡Acá! ¡El espíritu se colgó acá en la casa! —gritó Mario.
—Sí, tal cual, ahora me acuerdo—reafirmé —. Fue en el hall de entrada, al lado de la escalera. De ahí me dijeron los vecinos que se colgó el tipo que acribilló a la familia, de la luz del techo.
El Chileno, que había simulado ir al baño, movió con un plumero la lámpara araña del hall, haciéndole sonar los caireles de vidrio. Cuando volvió, negó haber oído algo. Las chicas estaban paralizadas por completo.
Para entonces y sin necesidad de más preguntas, todas las pibitas se habían comprado el cuento. Si acaso estaba en la sala el fantasma del dueño anterior de la casa, el del asesino devenido en suicida, también estarían presentes los del resto de su familia, los espectros de los masacrados.
Creo que fue otra de mis amigas, una de las que no recuerdo, la primera en largarse a llorar. El haber llevado la broma hasta el llanto, ahora de adulto me da vergüenza. Nos fuimos al carajo. Si algún pendejo le hiciera hoy algo parecido a mi hija Milagros – pobrecita – yo iría personalmente a ahorcarlo y sin la ayuda de ningún fantasma. Pero como a principios de los noventa todavía estaba bien visto hacer llorar a las mujeres, no le dimos importancia. Fue medio una reacción en cadena. Varias más se echaron también a gimotear, entre ellas Florencia. El Chileno pidió calma, valiente. Y de paso aprovechó para abrazarla. Un campeón.
Era tiempo de avanzar con el plan: fase picante activada en tres, dos, uno… Cero vestigio de duda quedaba ya sobre la veracidad del encuentro paranormal. Momento ideal para entrar en complicidad con el fantasma en eso de hacernos el “arrime”. Pero por supuesto, antes había que cambiar el clima por uno más relajado. Para eso, lo habitual era iniciar una conversación ligera en la que le explicábamos a las chicas que con pedir perdón al espíritu y preguntarle si estaba dispuesto a jugar con nosotros, era más que suficiente. Que con eso bastaba para ganarnos su buena onda. Y así lo hicimos. El Pingüino dijo unas palabras que resonaron conciliadoras, a las que nuestro fantasma coimero asintió guiando la copa hacia el “sí”. Arrancamos suave.
—¿Con quién se va a poner de novia Romina? —empecé yo, posponiendo a propósito todo lo referido a iniciaciones sexuales y otros tópicos calenturientos, más adecuados para cuando la sesión estuviese más avanzada.
A cambio de “Mario”, la respuesta que esperábamos, la copa comenzó a dirigirse hacia otras letras. “Ce”, “ele”, “u”, “be”: “club”. ¿Club? ¿Qué habría querido decir el espíritu? Algo no andaba bien. De repente, las chicas soltaron risitas entre ellas. Florencia se inclinó para decirle algo al oído a Romina.
—Debe ser Ale, el chico del club que te gusta —le dijo bajito, con una sonrisa cómplice.
Las otras se sumaron al cuchicheo, mientras nosotros varones nos cruzamos miradas de desconcierto, que intentaron ser disimuladas. Continuamos como si no hubiese pasado nada.
—¿A qué se dedica el chico que le gusta a Eleonora? —siguió el Pingüino con el interrogatorio.
—Pero eso te lo puedo decir yo, tonto —cortó en seco ella y se mordió los labios inferiores, revoleando los ojos.
—Queremos que lo diga el fantasma —me metí yo, que bancaba a mi amigo.
—El fantasma —repitió el Chileno, por si alguien no lo había escuchado.
Abro un paréntesis breve para aclarar que esa pregunta distaba de ser casual. Por aquellos meses tanto el Pingüino como el Chileno y yo tratábamos de levantarnos a Eleonora y nos pareció justo dirimir la cuestión en el ámbito supraterrenal. Siendo los únicos tres músicos en la mesa y una vez lograda la sugestión, solo nos restaría luego desambiguar su interés romántico con armas de seducción nobles para dar el tema por terminado. Hoy creo que más que un pacto de caballeros fue uno de zánganos, ya que desde el vamos omitía lo más importante: qué era lo que quería Eleonora.
Así fue que el Pingüino le hizo la pregunta innecesaria al espíritu, quien lejos de responder “músico” deletreó “rugby” (ahora pienso que tal vez puedan encontrarse ahí las raíces de mi aversión por ese deporte de chetos toscos). De este modo nuestra contienda terminó antes de lo esperado, entre las sonrisitas furtivas y exclamaciones de las quinceañeras, que ahora querían saber más sobre el deportista fornido de Eleonora.
De manera curiosa, había algo alentador en los malos resultados. Si la copa nos devolvía verdades que no queríamos escuchar, eso quería decir que el juego había dejado de ser un simulacro. Y que efectivamente del otro lado teníamos a un espíritu real. Yo había empezado a sospechar de esto incluso un poco antes, porque la fluidez con la que se desplazaba la copita era cada vez más notable. Lo juro por mi hija Milagros, lo que les cuento no es un adorno de este relato. Nuestros dedos se separaban un milímetro de la base de la copa, ni siquiera la tocaban. Sin embargo ésta hacía giros veloces marcando un círculo perfecto en la mesa, bordeando la ronda de fichas cual vuelta olímpica esotérica. Frenaba de golpe. Volvía hacia el centro. Y luego iba hacia cada letra para dar sus premoniciones con una rapidez mucho mayor a lo que podíamos leer (ni hablar de intentar escribir, imposible falsear una respuesta a ese ritmo).
El asombro era genuino por parte de todos. Así que seguimos un buen rato consultando a nuestro nuevo oráculo personal sobre los temas más variados dentro de la gama de intrascendencias juveniles. Ahora las pibas habían tomado la voz y nosotros, hartos de recibir desencantos por parte del espíritu, las dejábamos.
Mario, ofendido aún con el fantasma pero por sobre todo práctico, tuvo una idea brillante. Una que de algún modo presagiaba el empresario hábil que es hoy.
—Pidámosle a la copa los resultados del prode —compartió a modo de epifanía —. No hay dudas de que nos va dar la boleta ganadora.
A mí me pareció de lo más sensato. Me corrijo, infalible sería el término más preciso. Me pareció infalible. El espíritu había comprobado no solo su existencia, sino también sus capacidades adivinatorias de modo contundente. En ese instante teníamos la asistencia de poderes superiores. Aquel contacto entre mundos no duraría para siempre y debíamos sacarle provecho al máximo mientras fuese aún posible.
El entusiasmo del resto de la barra confirmaba que lo mío no era locura. Los escuchaba hablar sobre en qué se iba a patinar la plata cada uno. O que si mejor nos íbamos todos de vacaciones a Grecia ya, que no importaba que fuésemos menores de edad, que ahora con guita los padres nos chupen un huevo y cosas así. Yo no participaba de esa charla exaltada. Estaba muy concentrado en idear el cómo pedirle la jugada al fantasma de un modo en que pudiéramos tomar nota. De repente me iluminé y le pedí silencio a todos.
Respiré profundo y le prometí al espíritu nuestra gratitud eterna. Por supuesto, a cambio de los resultados del fútbol de ese fin de semana. Todo en un español neutro y pomposo apropiado para la ocasión. Por último, le conté las reglas.
—Una señal en la “equis” significa que ganará el local. En la “y griega”, que será un empate. Para triunfo visitante, un toque en la “zeta” —expliqué despacio, mientras marcaba cada una de las letras —. “Equis” local, “y griega”, empate, “zeta”, visitante —resumí —. Ahora vamos uno a uno, lento, con los trece partidos.
Cada cual cruzó los dedos de la mano que no usaba para la copa. No hubo más suspenso porque la copita salió de inmediato disparada para la “equis”. Regresó al centro. Y otras veces más fue hacia la “equis” ida y vuelta, cuatro en total.
—Me va que no entendió —dijo el Pingüino casi sin mover los labios, como intentando que el fantasma no lo escuche.
—No, no, está bien así —puso calma el Chileno —. Es normal que la mayoría de los partidos los ganen los locales —aclaró.
Y así fue que en el quinto turno nuestro amigo el espíritu marcó la “ye”, anticipando un empate. Y en el siguiente una “zeta”, un triunfo visitante. Así como en el próximo, también victoria de la visita. Para recién señalar entonces de nuevo la “equis” y así terminar luego las trece jugadas, una tras otra, con distintos tipos de finales.
Miramos el papel donde Flor anotó las predicciones del fantasma. Las cruces distribuidas entre las trece filas y tres columnas mostraban un dibujo lógico, con mayoría de victorias locales, algunas visitantes y unos pocos empates. La confianza en volvernos millonarios era total.
Volvimos a posar nuestros dedos sobre la copa, solo para agradecer y despedirnos de nuestro espectro benefactor. Pero la copita se quedó quieta en medio de la mesa, inerte. Ya nos había abandonado.
Dejamos el comedor desordenado, con el set de espiritismo a medio desarmar, y enfilamos apurados para la agencia de lotería del barrio, antes de que cierre. Ya en el local, yo transcribí los resultados a la boleta de prode y la entregué al comerciante. Entre todos hicimos una vaquita de dinero y pagamos por la apuesta. Esa tarde habíamos quedado condenados a la riqueza. Mientras salíamos, el agenciero nos advirtió que no habíamos marcado el doble, que si queríamos agregarlo. Le dijimos que no hacía falta.
Nos despedimos en la heladería Tucán que quedaba a una cuadra de la agencia, después de que los chicos invitáramos a las chicas con cucuruchos. Ellas ofrecieron pagar los suyos pero nosotros, cual futuros ricachones que gastan a cuenta, insistimos haciendo alarde de generosidad y galantería.
El domingo siguiente a la tarde, una vez que terminaron todos los partidos, revisé el prode y habíamos embocado tan solo cinco resultados. Una nada, menos que los que se suelen acertar al azar y sin ningún tipo de ayuda extraterrenal. Supongo que todos habrán pasado la misma desilusión en sus casas.
Con el tiempo aprendí a revalorizar lo sucedido esa tarde. Porque más allá de nuestra apuesta fallida, se trató de la experiencia paranormal más fuerte que tuve en mi vida (en realidad la única). Una situación que repaso muy seguido en mi mente y que, lejos de darme certezas, me genera cada vez más preguntas. Me lleva a teorizar en direcciones distintas. Desde mi fe agnóstica, por naturaleza insegura, a veces me permito considerarlo una prueba razonable de la existencia de algo posterior a la vida humana. Desde un lugar más de pretensión científica dudosa, lo pienso como un experimento de telekinesis colectiva, engendrado a base de energías y efluvios adolescentes. En cualquier caso, fue un acercamiento real e irrefutable hacia lo desconocido. Por ello, indescriptiblemente valioso. Mucho más valioso que ganarse el prode.
No le pienso preguntar a Eleonora quienes más estuvieron esa tarde. Mucho menos contarle que escribí esto. Ni de casualidad. Porque acabo de caer en la cuenta de que esa tarde los engatusados fuimos nosotros, los pibes. Conté esta anécdota tantas veces y sin embargo recién ahora al terminar de bajarla a un papel me resulta tan obvio… Que ante nuestro engaño berreta, ellas tomaron el control de la copa a pura destreza mientras simulaban ingenuidad. Y que luego reescribieron al vuelo nuestra rutina pavota con un guión fantástico e ingenioso, haciéndonos creer los pronósticos deportivos del supuesto fantasma. Pasamos en pocos minutos de victimarios a víctimas, con justicia y con estilo. Un giro inesperado. Un crimen perfecto, descubierto más de treinta años después, una vez ya prescripto por la adultez. Magistral. Me pondría de pie para darles un aplauso lento. Más admirable aún es que nunca hayan revelado su jugada desde entonces, en alguno de esos reencuentros que hacemos cada diez años, o aunque más no sea por Internet. Me llama la atención que se hayan contenido de pavonear su genialidad por tanto tiempo. O será tal vez que en verdad fue un espíritu. Caso en el cual pienso ocupar mis primeros quinientos años de eternidad en perseguirlo. Para después reclamarle que me devuelva los diez mil australes que gastamos en esa boleta de prode.