La pandemia 2020 no funciona de trama para ningún tipo de contenido. Ya sea literario, cinematográfico o de entretenimiento en general. Espanta a los consumidores y a los críticos. Por lo tanto, disuade a los productores, estudios y editoriales de invertir en productos que la retraten. Y no se le puede atribuir a la gravedad de las secuelas dejadas por el virus en la humanidad, porque de ser por los daños ocasionados nunca se hubiese filmado una sola película sobre la Segunda Guerra Mundial. La diferencia está en que, en contraste con la acción vertiginosa del desembarco de Normandía, no hay cortes rápidos de edición que puedan crear palpitación por gente con barbijo haciendo filas lentas y espaciadas. Y porque se sabe poco del villano que, por corto de palabras, compone un personaje aburrido, sin cara ni cariz para un rol atrayente. Consciente de ello, les aclaro que en este relato el Covid tiene pocas líneas de diálogo. Su aparición será tan necesaria como breve. Porque si hay algo que no estoy dispuesto a hacer, es a perder un solo lector u oyente ante lo que se ha llevado ya a lo que más quise en el mundo: el rock.
Con lo autorreferenciales que suelen ser mis textos y con lo que me tienta contar mi experiencia como músico en este caso, voy a elegir evitarlo. Porque por su poca trascendencia, la mención no conviviría con gracia dentro del conjunto de artistas de fama mundial que usaré como ejemplos en adelante. Luego, porque para ensayar un análisis más objetivo preciso correr el foco del cómo me afectó el fenómeno en un nivel personal. Prefiero solo pensarlo desde el lugar de alguien que se considera criado en la cultura rock y que entiende algo del negocio de espectáculos, pero que por sobre todo ama la música.
Muchos opinan que el siglo XXI no comenzó con la caída de las torres gemelas, sino con la pandemia de coronavirus. Que el verdadero cambio de era sucedió recién entonces. Y en lo que respecta a la música o mejor dicho, a la escena pop musical masiva, no puedo estar más de acuerdo.
Es justo admitir que para la segunda década del nuevo milenio el rock estaba lejos de su mejor forma. Con más de seis décadas de vida, para cuando se agarró el bicho ya bien podía considerarse parte de un grupo de riesgo. Porque eso de que la música no tiene edad es una frase hecha, envejece como todo. Corre sí con la ventaja de poder renovarse y pelearle mejor al tiempo que los seres orgánicos. Conseguir que sus cambios de apariencia sean más que un lifting e incluso, si su transformación es genuina, posponer por plazo indefinido su declive. Pero el rock se conformó, se descuidó. El último movimiento disruptivo, convocante y trascendente surgido de sus filas tenía ya más de veinticinco años para cuando nos encerraron las cuarentenas. El grunge, el estilo crudo de apatía impostada nacido en Seattle, Estados Unidos, aquel que había desplazado al hard-rock optimista de sus vecinos sureños californianos, ya era parte del vintage. Para quienes no fueran leñadores, lesbianas o lesbianas leñadoras, la única forma de encontrar en 2019 un atuendo que les mantuviese vivo el “espíritu adolescente” de Cobain, hubiera sido en una feria americana. Es cierto que del otro lado del Atlántico y en contemporaneidad con el grunge, el britpop entraba en ebullición con Oasis, Blur y Pulp a la cabeza. Pero que por aferrado a todas las modas pasadas, desde el beat al new wave, con homenajes breves al punk y hasta al ska de Madness y The Specials, hacía más las veces de compendio halagador de todo lo bueno de la música de las islas que de signo de desobediencia o renovación. Desde luego, nada de lo que pudiera haberse gestado por entonces desde la periferia, incluso superador a la mera imitación de las tendencias del rock en inglés, tuvo el poder para revertir la declinación de un fenómeno por naturaleza global, regido desde los países centrales.
En los noventas, durante su último gesto de rebeldía, el rock ya era cuarentón. Por supuesto y como corresponde, con sus achaques, divorcios y crisis a cuestas. Habían pasado cuatro décadas desde su origen primitivo afro-blues anglificado en los cincuentas, el que evolucionó y floreció en mil colores durante los sesentas, esparciendo su influencia cultural y política mucho más allá de la música. Se sublimó como expresión artística desde la inercia del primer Woodstock, desde el legado de los Beatles, desde el duelo a la primera generación del “club de los veintisiete”: Brian Jones, Jim Morrison, Janis Joplin, Keith Moon y Jimmy Hendrix. Basta con remitirse a la factura de los que los siguieron para entender por qué cotiza tan alto esa época. Led Zeppelin, Deep Purple, Queen, Wings, Genesis, Electric Light Orchestra, Supertramp y Pink Floyd, por mencionar algunas bandas. Grupos que construyeron, antes que canciones, himnos. Incluso, la mayoría de las veces, sin caer en la tentación de sobre elaborar la música a un nivel inaccesible a las masas. De ahí que exista un consenso casi generalizado respecto de que el rock haya alcanzado su esplendor en los años setenta y que de ahí en más fue el comienzo de su caída.
Sin embargo, me permito reivindicar los ochentas. No porque yo haya crecido por entonces y consumido su música con entusiasmo infantil. Sino por haber sincerado el trato entre rock y mercado, existente desde siempre, y transformarlo en mil hits para cantar, para bailar, para volver a disfrutar sin culpa. Parecido a sus inicios, pero ya entonces con un manejo de la sutileza y la ironía por momentos exquisito. Será por eso que cuando los artistas pop actuales reverencian en ocasión al rock eligen sonar ochentosos y no como de otra etapa. Agrego: si durante su período de oro anterior no hubiesen surgido miradas elitistas que discriminaban el rock bueno del malo, el simplón del virtuoso, el puro del infiel, tal vez la actualidad sería otra. Tan calcado a otros movimientos del siglo XX que duele. Si pasó con tu revolución preferida, como no iba a pasarle a un estilo musical…
No desconozco el rock posterior al grunge. Claro que hay y seguirá habiendo artistas enormes y talentosos que intenten renovar el género. Pero su impacto cultural se diluye en una oferta muy amplia y atomizada, potenciada por los hábitos digitales de consumo. Formas a las que al rock le cuesta adaptarse. La muerte del álbum, el regreso al single, desde hace rato etéreo e intangible le resulta incómodo. Las colaboraciones entre artistas, la mayoría de las veces forzadas, se notan impuestas por sus compañías en el afán de mejorar ventas. Todo lo que, por el contrario, los que cultivan géneros urbanos dominan con maestría. Los que llenan estadios sin promesas de nostalgia, sino de presente.
Lo que resulta evidente ya de al menos veinte años para acá, terminó de consolidarse y de formalizarse durante la pandemia. Nos libró de buscar responsables. Que si la culpa fue de MTV, del Lollapalooza o de los propios rockeros en nuestros fanatismos binarios a la Ford vs. Chevrolet (mi teoría favorita). Al rock lo mató el Covid.
Me pregunto si los pocos hijos adolescentes de mis amigos a los que les gusta el rock, serán vistos por sus pares como freaks. Como en los noventas veíamos a los pibes a los que les gustaba el tango o el folclore. Y me da mucho miedo el haberme transformado yo en uno de aquellos viejos reaccionarios que menospreciaban la música de los jóvenes por no entenderla o, peor, por sentirla una amenaza. Trato de convencerme con que ahora es distinto, de que no existe más tal brecha generacional. Que en general la camada de mis padres, contemporánea a los Beatles y los Stones, tardó mucho más en hacer propio ese concepto y estilo de vida; que antes de la globalización, los adolescentes argentinos eran más parecidos a sus progenitores; que acá no hubo flower-power más que para unos pocos bohemios; que por eso la brecha cultural entre nuestro tiempo y el de los que nos criaron había sido abismal. Pero que ahora ya no es tan así. Que mi hija y yo estamos mucho más cerca en el entendimiento del mundo; que no hay tantos temas tabúes que nos separen, como eran el sexo prematrimonial de sus hijos para mis abuelos, o el fantasma de la marihuana con los boomers para con nosotros, los “equis” y millenials. Sin embargo, me descuido al oír diez segundos de cualquier música urbana mainstream actual y ya me encuentro afirmando que todo tiempo pasado fue mejor. Lo digo mientras levanto el dedo y me figuro posando para un retrato en óleo, con gesto agrio y conservador. En el mejor de los casos y en un buen día, condescendiente como los personajes de tío o profesor compinche de Luis Sandrini, piolas en la superficie pero moralistas a ultranza.
Ha de ser que todavía no atravesé el duelo. Que todavía no salgo de una etapa de negación. Será cuestión de asumirlo: el rock murió de Covid. Muerto el rock, viva el rock.
Querido Paco, te banco en todas pero en esta tengo que soltarte la mano. Perdón. Es que tengo un amigo que piensa que el día más triste de la historia es el 31 de diciembre de 1989 (es un defensor a ultranza de la música ochentosa). Ese amigo dijo que si reencarnara como mujer querría ser como Cyndi Lauper y envejecer como Edgar Winter. Ese mismo amigo me dijo que la melodía principal de la novena sinfonía de Beethoven es un riff. Mientras tipos como mi amigo anden dando vueltas y hagan las cosas como las que vos hacés, el rock vive. Tal vez sea un rock más de culto y con menos alcance, pero sigue agitando su espíritu rebelde. Abrazo!
Me reí en voz alta. Debe ser medio pelotudo tu amigo.
El rock ha muerto y la mayor evidencia de eso es que ya no hay artistas rockeros que digan eso en sus letras como sí hicieron Morrison, Lenny Kravitz y otros…
Leer de manos tuyas que rock is dead, es una luz de esperanza.
Abrazo, LEO
Es tal cual, dejar de decir que el rock está muerto es conformista, ergo, matar al rock. Abrazos