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Podcast por Paco Estevarena

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Relatos de un equis de la generación equis
       

Jean Valjean es un pelotudo

“Rosebud es un trineo. Si la película es clásica no hay spoilers, 
lo que hay son giles que no la vieron.”

Nelson Mandela

Jean Valjean para mí siempre fue un pelotudo. Pero antes de justificar mi falta de empatía con el pobre reo de Los Miserables, creo necesario contarles mi relación con un subgénero cinematográfico que me apasiona: las películas de fuga. 

Hay escapes de campos de prisioneros, de países con regímenes totalitarios, de secuestros por parte de maníacos depravados, de sectas religiosas, de hordas de monstruos o extraterrestres, de la furia de la naturaleza y, tal vez el más revisitado en el séptimo arte, el escape de cárceles. Mi preferido. 

Recuerdo el impacto profundo que tuvo en mí ver por primera vez Escape de Alcatraz con Clint Eastwood en la piel del convicto Frank Morris a mis siete u ocho años. Hasta aquel entonces no había vivido jamás la palpitación que provoca el suspenso. ¿Llegarán a darse cuenta los guardias de que esos presos que duermen plácidos son en realidad cabecitas de papel maché, embadurnadas con pelos levantados de la peluquería de la prisión? ¿Tendrán tiempo los presidiarios liderados por Morris para volver a sus celdas sin ser descubiertos, luego de planear noche tras noche su escape a través de las recámaras de cañerías? ¿Esa balsa hecha con remiendos de pilotos para la lluvia soportará los embates de la Bahía de San Francisco? Nunca la TV me había hecho sufrir tanto por nadie como por esos valientes, ni desear con tanto fervor por su éxito. Ya en posteriores rewatchs durante la vida adulta, descubrí los distintos niveles de la trama, como ser el de la huida de los reclusos no solo de la cárcel, sino también de su pasado y sus propios demonios. Esa dualidad resulta superadora frente a la de otro tipo de fugas, como ser las de volcanes en erupción o zombies en persecución, donde el protagonista suele ser indudablemente víctima y héroe, pero a la vez previsible y monodimensional. Como si acaso faltase algo para acrecentar mi devoción por Escape de Alcatraz, fue reconocer, en una ocasión reciente, que el papel del director carcelario era interpretado por Patrick McGoohan, el actor que, ya de más viejo, hace del rey Zanquilargo en Corazón Valiente. No encuentro otro villano que me haga reír a carcajadas como ese déspota monarca inglés, en un rol que se supone serio. Por el contrario, en su performance en la inexpugnable penitenciaría de “La Roca”, impone autoridad, severidad justa y respeto genuino. Una némesis a la altura del protagonista.  

La admiración que siento por Frank Morris y su banda de criminales se encuentra en las antípodas del desprecio que me produce Jean Valjean. 

Jean Valjean para mí siempre fue un pelotudo.

Jean Valjean es un pelotudo. Lo único que le faltaba era meterse algo en el culo como Papillón. 

Jean Valjean es el más grande de los pelotudos, por comerse diecinueve años de encierro por robar un pan. Esto es lo que pensaba hasta aprender que hay una pulsión más poderosa que el hambre para conducir a una persona a tomar una decisión que termine llevándola al confinamiento: el propio ego. 

Si al pobre de Valjean le bastó con afanarse una hogaza de pan para recibir su condena, a mí me alcanzó con mucho menos para recibir la mía: querer jugarla de profesional prominente en la industria de la publicidad. Que vale la pena mencionar, en términos literales no parece haberme sentenciado a una condena tan dura ni extensa (al menos por tiempo transcurrido a la fecha), pero quién puede considerarse árbitro justo de sufrimientos, especialmente cuando de los propios se trata. Si acaso llego a juntar una cantidad de escritos suficientes como para compilarlos en un libro de cuentos, éste sin duda encabezará una sección titulada “White people problems” o “Problemas de burgués”. Aún no me decido. Es injusto comparar trabajo esclavo en un astillero del siglo diecinueve en Francia con trabajo rentado en una agencia de publicidad del siglo veintiuno en Argentina. Cuando veo que en los cuatro meses y medio que llevo trabajando en la filial local de La Gran O, el coloso de la publicidad mundial, gané al menos unos doce kilos de peso y perdí otros tantos de alegría, pienso que no me vendría mal una temporada de fajina naval forzada como para recuperar algo de estado físico y levantar la moral. Lo haría cantando. Algunos de ustedes, en especial aquellos ajenos al rubro, pero que vieron las siete temporadas de Mad Men, imaginarán que mi desparpajo de excesos digno de un Nerón contemporáneo es fruto del descontrol normal que pasa en las orgías y eventos llenos de glamour. De una sucesión de viajes internacionales, entregas de premios y festejos desenfrenados, menguados por esa incapacidad para manejar el éxito tan propia de los ídolos, que a menudo los lleva a la ruina. Otros, colegas y amigos de la profesión (especialmente aquellos que me advirtieron de NO volver a pisar una agencia de publicidad nunca jamás), sabrán que es solo ambiente tóxico de cabotaje en estado de pureza, suficiente para transformarle a uno hasta la tarea más simple en una labor desagradable y romperle el balance de vida. Las opciones se limitan a dos. Una, acostumbrarse. Adecuarse, pastillas o no mediante, hasta empezar a disfrutarlo. Ser parte de eso y hacer miserables a otros, como a Valjean. O fugarse. Lo que hizo Clint Eastwood y lo que voy a hacer yo.

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¿Es mejor ser boludo o pelotudo?

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